Prof. Gabel Daniel
Sotil García, FCEH -UNAP
El
enfoque tradicional, vigente aún (desde el último medio milenio) en nuestro
país y región, ha posibilitado percibir a la educación con criterios idealistas, psicologistas y
pedagogicistas, lo que ha tenido como
consecuencia que ella sea considerada como un “servicio” que los gobiernos
brindan a la población para que sus miembros “se superen”, movilizándose hacia un estado ideal de
características personales propio de la cultura foránea.
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En
el marco de esta percepción se ha puesto énfasis en el “enseñar” mejor, es decir, en que el educando aprenda más y mejor.
Lo que ha implicado privilegiar el proceso de aprendizaje del educando en
condiciones del ámbito escolar y enfatizar la búsqueda de soluciones para aprender mejor. Es decir, se absolutiza
la educación y se busca su calidad al margen de los fines sociales para los que
debe servir.
Esta
preocupación nos ha llevado a absurdos tales como el que nuestros niños y niñas
tengan que aprender temas o contenidos totalmente ajenos a sus realidades e
inútiles para fines sociales, pues los contenidos establecidos por las
autoridades educacionales en los documentos curriculares, determinan que cuanto
más sepan serán mejores educandos y, por ende, mejores personas.
Cuestionado tal
enfoque tradicional, por los efectos negativos generales que venimos observando
en nuestra sociedad (nacional y regional), se ha asumido un nuevo enfoque, surgido de aportes
científicos, filosóficos y corrientes doctrinales que encarnan el
reconocimiento de los derechos de pueblos y personas, tanto en los niveles
jurídicos como éticos y axiológicos, que nos posibilita percibir a la educación como un instrumento social y
político que puede ser, y de hecho viene siendo, utilizado para propósitos
socio-políticos, ideológicos y económicos, dependiendo de quien tenga el poder
de decidir sobre ella, puesto que esta instrumentalidad, individual y social,
significa que a través de ella, en sus formas natural y formal, adquirimos los
contenidos psicológicos para actuar dentro de nuestro grupo social inmediato y
mediato, pues nos posibilita apropiarnos de las conquistas culturales vigentes,
que se concretan en conocimientos, valores, actitudes, habilidades intelectuales
y volitivas, destrezas motrices y toda cuanta riqueza cultural, material e
inmaterial, se encuentra acumulada socialmente.
Este enfoque sociocrítico se centra en la ubicación del educando en el
contexto social; es decir, lo asume como protagonista de la dinámica social
y no sólo de la dinámica escolar.
A partir de este nuevo enfoque, el énfasis es puesto en un aspecto
crucial de la educación: el “qué“ y el “para qué” educar. Es decir, pasamos de considerar que
el problema esencial de la educación sea que el educando aprenda “más y mejor”,
a considerar que lo verdaderamente importante es el “qué debe aprender” y el
“para qué debe aprender” el educando respecto a su actuación social, en función
a los propósitos de la sociedad.
Esta forma de abordar la educación nos posibilita verla en su relación
con el contexto sociocultural inmediato, el que se transforma en el referente
para tomar tales decisiones; de tal manera que se contextualiza la acción
educativa y se la transforma en una acción íntimamente relacionada con el grupo
social dentro del cual se lleva a cabo. Se logra, así, ponerla al servicio del
desarrollo de la comunidad, posibilitando que las nuevas generaciones se
preparen para asumir roles actuantes en la transformación y enriquecimiento
constantes de su sociedad, a partir de su pleno conocimiento y compromiso con
la calidad de vida de la misma.
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Entonces, el tema de la calidad de la
educación pasa por considerar no sólo los aprendizajes del educando, sino la
coherencia de éstos con los requerimientos de la sociedad en función a su
desarrollo.
En este sentido, la educación dentro de un
pueblo, un país o una región como la nuestra pasa a transformarse en gestora
del desarrollo a condición de ser diseñada con tal propósito; es decir, no por
sí sola, no en forma natural, sino cuando ex profeso la sociedad se
plantea conscientemente encargarle esa misión.
Entonces, y sólo entonces, la educación
deviene en el instrumento más eficaz para coadyuvar a la construcción de un
proyecto político-social para el desarrollo, en este caso, de nuestra Región
Loreto. Entonces, y sólo entonces, también, los recursos financieros (que los
tenemos muy limitados) que se destinan a su desarrollo tienen carácter de
inversión; es decir, uso con y para beneficios sociales.
El
atraso, el subdesarrollo, la pobreza, etc., que hoy laceran a los pueblos de
nuestra región se han originado, precisamente, en el marco de la educación no
percibida para fines sociales. Esa educación universalista, que nos formó para
no mirar ni ver nuestra realidad o para verla sin bosque, sin pueblos diversos,
sin lenguas diversas, sin historia propia; para percibirnos incapaces,
imitadores, conformistas; para formarnos ignorantes de nuestras riquezas,
despectivos ante ellas, tiene que dar paso a una educación en cuyo universo
formativo nuestras fuerzas internas, tanto individuales como sociales, sean
movilizadas hacia la búsqueda de nuestro bienestar colectivo.
Ésta
debe ser nuestra búsqueda social. Allí debemos concentrar nuestros esfuerzos,
pues SÍ tenemos las potencialidades psico-sociales necesarias, por cuanto la
educación tradicional no ha logrado destruirlas. Allí, en nuestra interioridad
permanecen aletargadas pero esperando que las movilicemos para construir
nuestro futuro de bienestar.
Y es que nos queda,
cada vez más claro, que de la calidad de nuestra educación dependerá la
calidad de actuación que tengamos dentro de nuestra sociedad y no sólo
dentro de los ámbitos escolares.
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