Prof. Gabel Daniel Sotil García, FCEH - UNAP
Para todos los árboles de la Amazonía
De los árboles cercanos se elevaba ya
la melodía silvestre que cada mañana tejían con sus trinos las avecillas escondidas
en el ramaje forestal.
El bosque se despertaba, pero aún el
cántico ondulante de un urcututu agorero se expandía entre el boscaje orlando el cielo matinal.
Al poco tiempo el Sol se elevó
alagándolo de luz y color.
En verdad, no había podido dormir.
Pensando en la actividad que
tendríamos esa noche, me había desvelado, escuchando de rato en rato el lejano
y misterioso croar de anónimos hualos que hacían de la oscuridad el momento
propicio para entonar las graves notas de su himno al Creador.
Caserío ribereño |
Llegado el momento, nos congregamos
todos para iniciar los actos que habíamos preparado.
La noche era apacible. Un límpido
cielo dejaba ver una infinidad de estrellas titilantes que habían salido a
gozar del frescor sideral.
En el poblado, puertas y ventanas
arrojaban borbotones de una luz rojiza que se diluía a corta distancia.
Nuestra escuela, que se elevaba
enhiesta casi en el centro del caserío y al borde del campo de fútbol, tenía al
frente un frondoso árbol de pomarrosa que se ubicaba en el centro mismo del
amplio patio y allí nos brindaba su fresca sombra en las horas de calor y nos
protegía de los fuertes vientos en los días de tempestad. Verde y añoso, su
fronda prodigiosa se elevaba en forma oval casi perfecta, invitando a las
avecillas a disfrutar de su ramaje protector.
Esa noche lucía solitario y
silencioso.
El programa comenzó: palabras de
ofrecimiento, cantos, poesías, cuadros cómicos y más cantos y bailes.
Todo aconteció como estaba previsto.
Reíamos, aplaudíamos.
La hora de las humitas, los refrescos,
los tamalitos, el masato. Todo lo degustamos hasta acabar.
Nuestra alegría llegaba a su fin.
Tendríamos que retornar a nuestras casas; pero, aún no era medianoche. ¿Cómo
irnos sin saludarnos por Navidad?
Decidimos entonces conversar un rato
para hacer hora y, mientras, los niños jugarían alrededor de la pomarrosa.
Así lo hicimos.
Chistes, anécdotas, recuerdos.
Que el tunchi. Que el chullachaqui.
Que la runamula. Que el yacuruna.
Que doña Mishi. Que doña Ashuca.
La conversación se alargó.
Ya casi era medianoche y el ambiente
estaba muy animado.
El juego de los niños. Sus gritos, sus
alegrías.
Y de pronto:
-¡Profesor! ¡Mire por allá!
Todos volteamos la mirada hacia donde
indicaban los niños.
Vimos entonces que, por sobre el
sector del bosque que daba frente a la escuela, una extraña luminosidad se
desplazaba hacia arriba.
Todos nos sorprendimos, pues se hacía
cada vez más intensa.
Era una masa luminosa que se
desplazaba permitiéndonos ver con nitidez la copa de los árboles por donde
pasaba.
Era evidente ya que venía hacia
nosotros.
Niños y adultos, instintivamente, nos
juntamos cerca a la pomarrosa, en un acto de mutua protección ante el peligro
sospechado.
Nadie hablaba, pues ya la luz llegaba
a las casas por donde pasaba en su
desplazamiento y nos tenía pasmados.
Árbol de pomarrosa |
Ya estaban sobre nosotros y se
detuvieron recubriendo el árbol que adquirió, así, el aspecto de un shupihui
gigantesco que irradiaba una blanca e intensa luz, que se prodigaba por todo
nuestro caserío, iluminándolo con una claridad deslumbrante.
Silenciosa, una infinita cantidad de
añañahuis luminiscentes evolucionaba alrededor de la pomarrosa, en cuya copa se
había posado un grupo compacto que permanecía casi inmóvil, dando la impresión
que de él se desprendía una cascada luminosa que caía siguiendo las
sinuosidades de las ramas.
Todos permanecíamos callados,
deslumbrados, en estado de admiración suprema.
La intensa fosforescencia nos
encandilaba.
El arrobamiento era general.
Entonces, recién la comprensión se
abrió paso en nuestras mentes y el mensaje se hizo patente. El encantamiento en
que habíamos caído se rompió. El rapto de pronto terminó y todos estallamos en
gritos y exclamaciones de alegría.
¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad! ¡Feliz
Navidad!
Todos, casi al unísono, adultos y
niños, padres e hijos exclamamos, abrazándonos,
¡Feliz Nochebuena! ¡Feliz
Navidad!
En un supremo acto de amor entre
nosotros, permanecimos así abrazados con las miradas dirigidas hacia lo alto de
aquel árbol maravilloso que nos prodigaba su blanca luz fosforescente nacida en
el vientre luminoso de aquellos añañahuis portentosos.
Por nuestros rostros se deslizaban
cristalinas y brillantes lágrimas de alegría y emoción, reflejando la intensa
luz que emanaba de aquella fuente prodigiosa.
Todos llorábamos embargados por la más
sublime emoción.
Sí, habíamos recibido un regalo.
El regalo más maravilloso que el bosque nos había hecho aquella
Nochebuena, noche de Navidad.
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