Algunas veces lo encuentro saltando sobre la verde huama o entre el espeso y largo gramalote; otras, picoteando a la orilla de la cocha, deleitándose con no sé qué bocadillos exquisitos, que lo hacen chillar de placer.
Con
su grácil figura de alas extendidas y largas y delgadas patas, cruza el espacio
para posarse en mis cercanías, mirarme e irse a buscar otra rama más cerca de
su alimento ideal.
El tuqui tuqui, ilustración del artista plástico Jaime Choclote |
En
las mañanas de sol intenso o de lluvioso amanecer, gusta de saltar entre
chillidos, sobre los copos de huama que flotan en medio de la oscura cocha,
bailoteando sobre su figura endeble, que parece quebrarse al proyectarse en la
ondulante superficie del agua, agitada suavemente por la fresca brisa mañanera.
Somos dos grandes amigos. Nos acompañamos en las largas
jornadas de pesca bajo sol ardiente o
con cielo encapotado. Nos acercamos hasta prudencial distancia; pero, siempre
desconfiado, alza el vuelo si me ve hacer un movimiento sospechoso; al quedarme
quieto, vuelve lentamente, me observa y avanza entre el piripiri.
Cuando me ve en la canoa, siente más confianza. Si avanzo o
retrocedo para buscar el mejor lugar donde colocar mi anzuelo, se me acerca
hasta la popa para hablarme de no sé encantos y peligros de la selva; yo,
atento siempre al jalón sorpresivo del peje engañado, torno a mirarlo de rato
en rato y él continúa su charla inefable, seguro de que yo le entiendo. Hay
entre nosotros un mutuo entendimiento de raigambre ancestral.
También lo encuentro en campo abierto, lejos del boscaje
espeso; allí, en la vegetación flotante de la amplia cocha, retoza bajo el sol
ardiente, extendiendo sus alas de largas plumas amarillas que armonizan con un
marrón intenso, a veces tornasol.
Cada mañana en que me apresto a pescar, surge del yarinal y
me acompaña a los parajes solitarios, silenciosos, pletóricos de ese silencio
melodioso que nace de la entraña misma de la selva, como un canto telúrico,
mezcla de árboles, aves e insectos escondidos, con mensajes que calan directos
en mi alma.
Tuqui tuqui en borde de cocha. Foto WCS |
He aprendido a distinguir sus chillidos de los de aquellas
aves que cada mañana hacen de sus vuelos y sus cantos, un saludo al amanecer.
En las mañanas de verde infinito y azul profundo, cuando mi
alma se siente alagada de armonía y frescor y corre por mi cuerpo el
vivificante aroma de la fresca hierba y del monte húmedo, viene a mi encuentro
tan pronto me ve otear al borde de la cocha. Mientras yo me desperezo con un
largo bostezo y mi cuerpo se invade con un calor de vida, lo saludo y lo llamo
y corro por el canto de la cocha.
Sus vuelos y retozos, solo o con sus crías, dulcifican mi
soledad o enmarcan mi emocionada alegría cuando logro coger un curioso bujurqui
o un huidizo acarahuazú. Muchas veces creo verlo emocionarse cuando surge saltarín
el peje aprisionado.
Cuando él está a mi lado me siento seguro de coger buenos
pejes, aunque la chicua agorera repase, con su vuelo ondulante, cantando
presagios que nunca quiero escuchar.
En las plácidas mañanas de frescor
tropical, cuando la brisa ribereña se urde entre el ramaje amainando mi sopor;
cuando anónimas aves mezclan sus trinos con el zumbido suave de la brisa al
pasar; cuando mis ambiciones más prosaicas encuentran en el fango un lugar para
descansar, mi amigo el tuqui-tuqui, bullanguero y charlatán, delicado y
danzarín, me obsequia su presencia entre arrebatos de alegría, saltando de copo
en copo o tejiendo filigranas con su vuelo rumoroso, a veces lento, a veces
presuroso.
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